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EL ARCA DE NOÉ

-¡Calla loca!.

Una miniatura de cinco años llamada Elena desconectó la mano de su madre de la suya y se apoderó por completo del ratón. La flechita correteó alegre por la pantalla impulsada por la energía de la niña.

-¡Calla loca!, -repitió la niña con el mismo desparpajo, y se puso a canturrear una cancioncilla de Navidad inventada mientras una sonrisilla perversamente inocente iluminaba su carita infantil y el ratón proseguía su andadura por la pantalla del ordenador coloreando un pez bajo la atenta mirada de la madre.

AMo Ruiz Administrador fincaas

Todo se fraguó en el patio de la calle Valtravieso. Reunidas en el foso de arena, una docena de cabezas menudas perpetraron el invento. Las niñas se abrazaron como habían visto hacer a sus compañeros en el patio del colegio jugando al rugby, “melée”, lo llamaban ellos, “reunión” ellas.

Pero fue Sergia, la profesora de Itzíar, quien encendió la espoleta y abrió la caja de Pandora en clase de religión.

-…Noé era un hombre justo y honrado entre sus contemporáneos, un hombre fiel a Dios…

Itzíar escuchaba con los ojos y las orejas muy abiertos. Por fin iba a oír entero el cuento que todas las noches le contaba su madre y con el que siempre se quedaba dormida antes de que terminara.

Sergia proseguía su relato con su voz cadenciosa que semejaba el paso de un arroyuelo entre los pupitres de la clase.

-…Entrarás en el Arca tú con tu mujer y tus tres hijos, tomarás una pareja de animales macho y hembra de cada especie para salvarlos contigo…

La clase entera seguía la historia con caras de presentimiento.

-…Cuando reventaron las fuentes del océano y se abrieron las compuertas del cielo…

Para entonces, los ojos de Itzíar, abiertos como compuertas de luz, estaban anegados de brillo. No dejaba de darle vueltas a la cabeza, como cuando se lo contaba su madre y les decía a ella y a su hermana:

-No os preocupéis, que si hay un diluvio, a nuestra casa no llega el agua, porque vivimos en un segundo piso y eso es muy alto. Tendría que llover muchísimo, muchísimos días.

Cuando sonó el timbre, una turba salvaje se abalanzó sobre la puerta, pero Itzíar y algunas de sus compañeras continuaron sentadas, sus caras reflejaban un cierto grado de éxtasis. Sergia las miró sonriente y dio un par de palmadas al aire, la niñas reaccionaron enseguida, se levantaron y fueron hacia ella con un interrogante sobre la cabeza.

-¿Y qué pasó después con Noé?.

-En la próxima clase termino de contaros la historia.

-¡Vaya!, igual que en mi casa –masculló insatisfecha ltzíar entre dientes mientras desaparecía con sus nueve años por el fondo del pasillo.

Elena ya la esperaba en la puerta de su clase, y en la puerta del colegio su madre paseaba intranquila de un lado a otro de la verja. Ya no quedaba nadie esperando, las últimas mochilas con piernas visibles, se alejaban por el parque.

-Nos la vamos a cargar -decía Elena poniendo gran énfasis en la frase.

Pero Itzíar, que acababa de tirarse por el suelo y no terminaba de encontrarse tan a gusto como otras veces con estos revolcones, quería andar despacio a pesar de las protestas de su hermana. Además, seguía pensando en el relato que les había contado a medias su “profe”. Recogió la mano de su hermana en su mano fláccida y la mantuvo en la suya por pura inercia.

-¡Por fin! -dijo Espe al verlas-, ya empezaba a preocuparme. Itzíar, ¿te pasa algo?, pareces un “zombie”.

La niña la miró como si acabara de conocerla, en los ojos de su madre se le revelaba esa claridad difusa que anuncia el inicio de una tormenta.

-Te va a doler la cabeza -le espetó, y Espe tuvo la escalofriante sensación de que su hija se hacía mayor.

El pueblo emanaba un desagradable olor a humedad y contaminación, que se desparramaba por los alrededores. Un trueno débil sonó a lo lejos y varios relámpagos iluminaron la sierra. El viento mecía una nube gigantesca en forma de espectro encima del horizonte. Caía una fina lluvia que iba sembrando de manchas negras el camino. Mirara donde mirara, a Itzíar le parecía que el agua brotaba de todas partes.

Espe, que no había dejado de observarla durante el trayecto, seguía preocupada mientras merendaban. La niña mordisqueaba el sandwich y se bebía el batido sin apenas prestar atención. Exasperada, chasqueó los dedos varias veces delante de su nariz.

-¡Itzíar, Itzíar!, ¡ehje!.

La niña, sobresaltada, pareció despertar de un sueño y se animó a hablar de carrerilla.

-¡Mamá!, es que te he dicho un millón de veces que me cuentes lo que le pasó a Noé, y la “seño”, nos lo ha empezado a contar hoy, pero entonces ha sonado el timbre y me… -titubeó como si estuviese decidiendo si hacerse o no la pequeña- …Y me ha dicho que terminará en la clase siguiente, igual que haces tú cuando me lo cuentas en la cama y yo me duermo siempre antes de acabar.

Y siguió hablando tan rápidamente como se sorbe un polo en verano, sin saber cómo parar.

Espe, al ver que su hija había vuelto a la normalidad, le puso un dedo en los labios en un intento inútil de silenciarla para evitar caer en una de sus migrañas ante aquel torrente de palabras. Elena, que parecía una mancha en el gran sofá, engullía con una mano su merienda y con la otra recolocaba su oreja en la mejor posición posible para escuchar todo lo que se decía allí.

Una oscuridad creciente entraba por la terraza y se adueñaba del salón cuando la madre se acomodó en el sofá con las niñas para contarles la historia. Sus cuerpos simulaban ser dibujos de sombras móviles distorsionadas que se despegaban de los cojines.

-…Y así acabó todo.

Espe dio un buen trago de agua del vaso posado encima del baúl que hacía las veces de mesa y Elena, tan parecida en eso a su madre, se bebió el resto. Cuando terminó de contarles la historia, Itzíar recuperó durante unos minutos el estado de petrificación, pero Espe volvió a chasquear los dedos en la cara de la niña, silbando como lo hacen los buenos pastores.

-¿No queríais bajar al patio?, porque seguro que vuestras amiguitas ya están abajo.

Elena se preparó la primera, sólo tuvo que coger su abriguito de debajo de la mochila del colegio y plantarse en la entrada; su hermana mayor, despierta de su segundo sueño, entresacó el abrigo de entre un montón de cuentos y, con actitud pensativa y cara de vinagre, se dirigió a la puerta.

-Itzíar, cuida de tu hermana, luego bajo a buscaros, antes de que anochezca… Y si llueve subid enseguida porque menudo diluvio se está preparando -dijo Espe asomada al tragaluz de la escalera.

El timbre del teléfono cerró el diálogo cuando las niñas ya se escabullían escaleras abajo. Rober llamaba desde el trabajo y Espe le respondía casi con monosílabos, su dolor de cabeza iba en aumento.

-Sí, ya se han tomado los jarabes… Sí, ése también… Bueno, si terminamos pronto podríamos ver después de cenar esa película china, “El camino a casa”, que nos recomendó Esme… Sí, yo las baño y las acuesto y tú preparas todo en el salón como otras veces.

Se derrumbó feliz en el sofá, la migraña trataba de apoderarse de ella, sin embargo sonreía ante la posibilidad de poder dormir, su carga de energía positiva era inagotable. Postrada en un brazo del sofá, sentía su cara extendida.

Incluso dormida seguía conservando ese candor infantil que tan atractivos hace a los niños y que ella nunca había perdido. Su forma de hablar, de reír, su disposición para ayudar a todo el mundo, la definían como un encanto de mujer. Para sus hijas apenas había diferencia entre la madre y la amiga mayor. Pero lo que era emblemático en ella, en lo que era una verdadera especialista, era en meter la “pata”, lo hacía con tanta ingenuidad y solvencia que a uno no le importaban las veces que volviera a hacerlo.

En cualquier reunión familiar siempre salía a colación aquella famosa anécdota del vendedor de seguros que llamó a la puerta de su casa preguntando por su madre y ella le dijo muy sincera: “Ha dicho mi madre que no está en casa”, a lo que el vendedor contestó: “Pues dile a tu madre, niña, que muchas gracias”.

Las dos hermanas cruzaron la calle peatonal, empujaron la puerta enrejada y se colaron en el patio. Elena, embutida en su abrigo nuevo con botones de bellota, rodaba más que andaba, como si fuera una bola compacta. Nubes negras elevándose hacia el cielo, cambiaban a cada instante su vaporoso contorno.

El viento agitaba las persianas y los toldos de las casas y, más lejos, tras el horizonte, rugía toscamente el trueno. Itzíar se detuvo un momento a contemplar a su hermana, que había vuelto a tenderle la mano con desvalimiento por el temor a la tormenta, y le pareció verse reflejada en sus ojos, como si una luz sobrenatural se hubiera posado en ellos. Desde la clase de Sergia, le parecía sentir espíritus misteriosos columpiándose dentro de ella. Crecía más de lo que su cabeza le permitía comprender.

A sus nueve años ofrecía la viva imagen de su padre, el antiguo cazador de pájaros, y todo el mundo hablaba con ella como se habla a una niña mayor, aunque, desde que nació su hermana, ya no quería serlo. Acababa de atravesar el calvario de celos que supuso el nacimiento de Elena y, de repente, se veía enfundada en un traje de mayor que aún no había aprendido a ponerse y que, además, le resultaba dolorosísimo. De pie, tiesa, como sólo los niños saben hacer cuando quieren, miraba a su hermana corretear alrededor de la fuente y sentía cómo toda su niñez se iba con ella, y por eso se puso a llorar desconsoladamente, porque crecía, porque no había elegido ser niña y porque ya tenía su primera responsabilidad, cuidar de su hermana, que disfrutaba de todo aquello que a ella ya se le negaba.

Un grupo de nubes blancas atraídas por el viento quiso acompañarla en su llanto y empujaron tanto a la lluvia fuera de sus blandos cuerpos, que las gotas se fundieron con sus gruesas lágrimas empapando la tierra. Mientras tanto, Elena seguía dando vueltas a la fuente como una gigantesca gota saltarina.

El cielo se había puesto del color de la boca de cien mil niños llorando, el horizonte semejaba un paladar rojo con la nieve fundida en su fondo, y la lluvia caía en flemas transparentes que, al chocar contra el suelo, adquirían una extraña forma de campanillas de saliva.

Ana Vila, Lucía, Irene Alba, Carmen, Sofia, Marina, Beatriz, Vicki, Rosana, Laura, Bárbara… Todas fueron llegando puntuales al patio, casi una docena de amigas que ya habían sido alertadas por Itzíar del peligro que corrían sus cortas vidas. Una manta desdoblada de nubes negras les acompañaba y la poca luz que quedaba les hacía parecer figurillas tétricas.

-¡Reunión! -dijo Itzíar cuando comprendió que ya estaban todas.

Todas se fueron muy juntas de la mano al foso, y allí, con los pies hundidos en la arena mojada, se abrazaron agachando las cabezas como en una “melée” de rugby, girando como una peonza gigante a cámara lenta, sin enredarse ni trastrabillar, emitiendo de vez en cuando un grito único que las identificaba entre el resto de los niños que jugaban por el patio.

A veces levantaban sus cabecitas y se miraban en la oscuridad de la tarde, pero si alguna de ellas repetía la palabra “reunión”, volvían a la “melée” sin dejar de moverse, “síes” esplendorosos brotaban de sus gargantas, se abrían paso entre sus cabezas, rebotaban contra el manto de nubes y flotaban durante un mágico momento, hasta que cedían su sitio al estampido del trueno que retumbaba a lo lejos.

De pronto, se irguieron todas como sacudidas por un rayo y, donde antes habían estado sus cabezas juntas, se abrió un agujero. Elena, cuyo cuerpecillo con su abrigo abotonado semejaba el de un balón de rugby, sonreía feliz con sus mofletes rojos, y las tocaba a todas como si pasara un palo por una reja. Hablando muy clarito sus ojos se posaron en los de su hermana con fervor.

-¿Yo puedo llevarme mi “jerbo”?, no quiero que se muera.

Se miraron sorprendidas unas a otras con caras interrogantes, se preguntaban si había estado lo suficiente allí debajo como para oírlo todo. Itzíar, intuyendo el peligro que representaba su hermana si la dejaban fuera, se anticipó a las demás.

-Sí, puedes llevártelo, pero lo cuidas tú y además tienes que hacer una cosa.

Elena asintió repetidamente incluso antes de que su hermana mayor terminase de hablar y, aunque no comprendía del todo lo que decía, su mirada destellaba la misma luminosidad que una perla descubierta bajo el agua y toda ella era un vaivén de emociones ante este nuevo juego. Participar de una aventura con las amigas mayores de su hermana y con algunas de sus amigas pequeñas, simbolizaba para ella lo inalcanzable, un sueño a punto de cumplirse. La sabia decisión que todas habían tomado, había convertido a Elena en una de sus más firmes aliadas y ahora las seguía a todas partes como un escudero fiel que no osaba molestarlas, sólo quería aprender imitándolas, estando a su lado.

En la sierra, alguien, un gigante tal vez, envolvía en papel de aluminio la nieve derretida por la lluvia. Aravaca se había convertido en un punto de luz plateada y horneaba sus casas fantasmales sacudido por la lluvia y por los truenos, que sonaban como el entrechocar de miles de armaduras, e iluminado por los relámpagos que aparecían y se volatilizaban con un restallar de espadas hendiendo el aire.

Las niñas seguían jugando en el patio cercado por la noche negra. Milagrosamente, en la estación de tren, en Valtravieso y en la Avenida del Talgo aún no había empezado a descargar la lluvia con fuerza, apenas unas gotas huérfanas de aviso.

Un viento helado empezó a levantarse, dejando sobre el patio olor a árboles y a humedad. Las niñas apuraron las últimas palabras, se conjuraron para no decírselo a nadie más y quedaron todas de acuerdo con una última frase de despedida:

-¡A las diez!, ¡a las diez! -se repetían según iban saliendo cada una hacia su casa, y el aire, convertido en viento, se llevaba sus palabras hasta las nubes morenas, donde se deshacían en miles de presagios.

Espe seguía en el sofá, la migraña y el tiempo, tan espeso, tan sin aire, habían podido con ella. En el salón crecía el silencio, y la oscuridad tormentosa de la tarde ya dormía en él. Los únicos signos de vida eran el crujir del baúl-mesa y su intranquila respiración.

Las niñas abrieron con su llave y pasaron de puntillas sin hacer ruido. Elena se abrazó a su Piolín fluorescente como si llevaran un siglo sin verse mientras seguía muy atenta las instrucciones que con brazos y piernas, en el mejor estilo de las marionetas mandonas, trataba de inculcarle Itzíar. La pequeña, firme como un palo, con actitud seria, escuchaba sin pestañear y asentía con la cara enrojecida de tanto frotársela nerviosamente con Piolín.

Rober despachaba los últimos pasos hasta su casa con aire de cansancio y cierto olor a tonner en las manos. Las farolas aún no estaban encendidas y la calle aparecía desierta. Sorteaba los grandes cuencos de piedra medio llenos de agua oscurecida que adornaban la calzada e, igual que en los juegos de sus hijas, simulaba levantarlos en el aire como si fueran enormes copas de vino. Atisbó una mancha de luz en una de las ventanas de su casa y aceleró el paso.

El día había sido especialmente duro en el trabajo, Espe, después del turno de mañana, le había dejado una nota de aviso encima de un ejemplar usado, debía hacer seis mil copias del libro Hacienda, meditación en el laberinto. Estaba llegando a casa y aún no había conseguido apartar de su cabeza la palabra reprografía y su tenso significado: “Fotocópieme esto rápido”, “esto otro urgente”, “cien copias de ésta”, “dos mil de la otra”, “Rober por favor”, “Rober por allá”, “así”, “asá”, y Rober diligente de la ceca a la meca y de máquina en máquina tecleando instrucciones con su bata blanca abierta, manchada por manos negras invisibles. Sabía que tenía que cambiar el chip, animar a Espe, que desde hacía varios días andaba con migrañas, y acostar a las niñas antes de las diez para estar solos un rato, aunque por otro lado, anhelaba besarlas.

-¡Pamplinas! -dijo en el ascensor. Apoyó el periódico y el libro de estudio Psicología premeditada contra su pecho, sacó la llave y la introdujo con esmero dentro de la vieja cerradura.

La puerta se entreabrió y la oscuridad se asomó al rellano y le cubrió casi por completo. En la entrada al pasillo la cabecita de Elena parecía espiarle sonriente porque la aparición de su padre le recordó a Casparín, el fantasma de los dibujos animados, Rober avanzó hacia ella con la intención de darle un beso, pero la niña ya se había esfumado.

-¡Elena!, ¿dónde leches habías ido? -oyó decir a su mujer, en el preciso momento en que entraba en la habitación.

Besó a Espe, que trataba de ayudar a Elena a colorear un pez en el ordenador y levantó a la niña en vilo. Ella, incumpliendo las instrucciones de su hermana, empezó a contarle de manera deslavazada y compulsiva todas sus aventuras del día. Su inconstante cabeza y su constante movilidad le hacían muy difícil cumplir cualquier misión. Itzíar, al ver la tardanza de su padre en ir a darle un beso, dejó sus preparativos y fue a su encuentro para no levantar sospechas. Le besó con un simple roce en la mejilla y cuando él pudo liberarse del abrazo de Elena y hacer que se callara, advirtió el automatismo de su hija mayor. Perplejo, miró a Espe que se encogió de hombros.

-No sé chico, será la hormona del crecimiento, ha estado rara toda la tarde, bueno, para ser exactos, lleva rara varios días, desde que les han empezado a contar historias bíblicas, acuérdate la que nos montó con lo de Adán y Eva.

Su hija mayor, sin mirarles, tiró de Elena con fuerza, necesitaba tener una reunión a solas con ella. Sentada en la litera de arriba para que pareciera más alta, le explicó con pelos y señales que tendría que hacer todo lo que le decía y además mantener la boca cerrada o todo el plan se vendría abajo y ninguna de sus amigas querrían jugar más con ella, que si ella deseaba ser y seguir con las mayores, debía dejarse de niñerías y cumplir su parte. Elena volvíó a asentir aunque seguía sin comprender muy bien, sobre todo la última parte, lo de “niñerías”, porque ella con las niñas pequeñas ya no jugaba, salvo con Ana Vila.

Itzíar le explicó de nuevo detalladamente su papel en la aventura y, haciendo un supremo esfuerzo, trató de hablarle despacio para que pudiera entenderlo mejor. Apenas quedaba ya tiempo, el reloj de la cocina marcaba las diez menos veinte… Sabía perfectamente lo que hacía su padre al volver a casa, siempre pedía besos y luego se iba a visitar las plantas y arbolitos de la terraza, antes de preparar la mesa. Pero su madre no, su madre iba de las habitaciones a la cocina y mientras les preparaba el baño para acostarse, vigilaba la cena.

-Por eso debes pintar muchos peces de colores, con mamá, ¿entiendes?, dile que te lo ha mandado Lola, tu “seño”.

-Yo me encargo Espe, tú sigue con Elenita -dijo Rober alejándose por el pasillo.

-…¡Calla loca! -repitió nuevamente Elena, aprisionando esta vez la mano de su madre para retenerla.

La paciente cara de Espe se apagaba y se encendía con los fulgores relampagueantes que entraban por la ventana.

Entretanto Rober, que ya había preparado la mesa, al comprobar la tardanza de su mujer, aprovechó para dialogar con sus plantas mientras las resguardaba del temporal.

En la terraza, bajo un cielo oscuro iluminado a veces por resplandores rojizos, se sintió vivo entre sus begonias, pelargones, cactus, adelfas y margaritas, con mano acariciadora trató de proteger del viento a sus frágiles arbolitos, el pruno y el camelio, y habló con ellos igual que hacía por las mañanas al levantarse, sus manos calientes, tiznadas de tonner, removieron la tierra de las macetas, serpenteando con mimosa suavidad entre flores y ramitas, regándolas, eliminando sus tallos enfermos, y tapándolas amorosamente con los plásticos.

El muro de piedra impedía que el viento desatado por la tormenta corriera con todas sus fuerzas en la terraza, pero se producían ráfagas tan fuertes que a punto estaban de derribar el toldo recogido…

El reloj de la cocina marcaba las diez en punto cuando, por tres veces, sonó flojito el “toc-toc” en la puerta blindada. Itzíar, que ya estaba preparada, entreabrió una rendija, lo suficiente para ver que su amiga Lucía llevaba una pequeña jaula plateada con un pajarito dentro. Le chistó y le dijo que esperara y, en una carrera tan rápida como su lengua, comprobó que su padre seguía en la terraza y su madre en la habitación con su hermana.

No una, sino dos cabezas asomaban ya por la puerta cuando volvió. Sofía rogaba por señas a su chihuahua que no hiciera ruido. Itzíar las empujó hasta su habitación, las dejó acomodarse y cerró la puerta, y en otra rápida carrera ya estaba otra vez en la entrada. Carmen esperaba con su Barbie en una mano y la otra en la sillita de Elmo, embutido en un mono de lunares negros con fondo blanco que recordaba al traje de uno de los primeros tarzanes mudos. Beatriz ayudaba a Carmen a transportar la sillita y en su mano libre llevaba su nueva colección de pegatinas.

Elmo, que no había cumplido aún los once meses, entretenía sus dientes con la tarjeta del satélite. Atravesaron el pasillo dando saltos igual que canguros y la sillita zozobrando como una frágil barquita. Itzíar consiguió a empellones que entraran en la habitación antes de oír la voz de su madre.

-¡Itzíar!, ¿estás sorda?, ¿qué es ese alboroto?.

-Nada mamá -contestó sofocada-, es que estoy patinando con los pies por el pasillo.

Dentro de la habitación había mucha oscuridad y tanto silencio que sólo se oían los mordiscos que Elmo propinaba a la tarjeta codificada.

Y así fueron pasando todas las niñas según llegaban, cada una con lo más querido de sus pertenencias bajo el brazo, ya fuera ser animado u objeto inanimado. Itzíar las conducía con destreza a la habitación ya casi llena, empleándose con la misma energía y rapidez con que desgranaba su vocabulario de inventos.

De vez en cuando se asomaba a la habitación de su madre para guiñarle un ojo a su hermana. Elena había dibujado otro pez y quería dibujar otro y otro, y, si su madre protestaba, decía que su “seño” Lola se lo había mandado de deberes. Espe aguantaba de pie a duras penas, en sus pupilas se podía contemplar, suspendida, una nube de modorra. Seguía el ritmo frenético de su hija intentando no desfallecer, no quería fallarle.

Rober inspiró cuanto pudo, ensanchando los pulmones antes de entrar en casa, se sentó en el sofá del salón y desparramó por la tela el olor de sus flores mezclado con el de la lluvia de la tormenta. Desdobló el periódico y empezó a pasar páginas sin prestarle atención, tampoco reparó en el noticiario de TV, que anunciaba fuertes tormentas. Solamente esperaba…

Irene Alba con su gato Silver bajo el brazo y Ana Vila y su mascota fueron las últimas en llegar.

-Mira, mira qué bien ando sin hacer ruido -decía Irene poniéndose de puntillas y moviendo los brazos como en clase de ballet.

Su entrada terminó de colmar la habitación, Itzíar ya no esperaba a nadie más y cerró la puerta, giró la llave de su padre dos veces y pasó también la cadena de seguridad. Se dirigió hacia la habitación de su madre en busca de su hermana y, avanzando sola por el pasillo, se sintió mayor y rara, quizá porque pensaba que ahora todos dependían un poco de ella.

Elenita se desentendió rápidamente de su madre para arrojarse en brazos de su hermana, que le acarició toscamente la cabeza por un segundo y, sin más dilaciones, se la llevó en volandas a su cuarto volcándole en las manos el último jerbo vivo.

La habitación impresionó a Elenita. Rebosante de emoción al ver tanta gente, dejó escapar el jerbo y se pudo armar un buen lío de no haber andado listas Lucía y Bárbara para coger al escurridizo animal que se les resbalaba entre los dedos como una pastilla de jabón.

Todas estaban muy emocionadas, hasta Elmo, desembalado de su buzo por las niñas mayores, se había olvidado de su tarjeta y andaba entretenido en toquetear a los animales.

La tormenta estalló alborozada en medio de sus caras expectantes. Las nubes lanzaban destellos pardos y corrían como un río truchero, las estrellas se difuminaban y la luna, que apareció un par de segundos entre las casas altas y las antenas, daba la impresión de ser el ombligo de plata de alguien muy alto con manos invisibles que se movía sobre el viento. Los relámpagos se abrían paso entre grumos nubosos.

Uno de los rayos pareció dividir la sierra como hizo Moisés con el mar Rojo, el trueno retumbó entonces de tal manera, que todos los edificios de la calle Valtravieso temblaron y hasta en la estación agonizó el pitido de un tren. Las niñas creyeron que había llegado la hora y eligieron ese momento para abrir sus corazones, empezaron a contarse sus miedos mientras miraban de reojillo hacia la ventana, esperando el último estampido. Les asombraba aquel temor a lo desconocido que germinaba en sus cuerpecillos. Para todas era la primera vez que se encontraban totalmente solas fuera de sus casas. Las niñas más pequeñas se agarraban a los pantalones de las mayores para resistir y todas rodeaban la sillita de Elmo, entretenido en apartarse los pelos de los animalillos.

Llovía con la fuerza del que ama. La habitación seguía en tinieblas, de vez en cuando se iluminaba débilmente con un halo fantasmagórico. Itzíar, la parlanchina hiperactiva, la revoltosa, la revolcona, se mantuvo serena, encendió su linterna y recorrió con ella la habitación oscura. Las caras de todas sus amigas, se volvieron instintivamente hacia la luz y en sus pupilas podían leerse los nombres de sus padres, pero en ese instante de angustia, cuando las más pequeñas insinuaban por sus gestos un abandono prematuro, se hizo un silencio pavoroso, a la espera, en Valtravieso, en la estación de trenes y en la avenida del Talgo, en todo Aravaca. Un sordo rumor golpeaba el interior de Itzíar con fuerza, era el rumor de su sangre que en oleadas avanzaba velozmente hacia su cabeza y le templaba los nervios.

Un pensamiento instintivo se le posó en la boca y quedó convertido en llanto contenido y en palabra, ¡NO!; y aquel grito le dolía más que cualquier tropezón con caída aparatosa y con raspones, significaba que algo se había roto para siempre en ella. Al mirar nuevamente las caras de esperanza de sus amigas y de su hermanita iluminadas por la linterna, una fuerza interior se aposentó en ella y la recorrió entera. Lloró de nuevo hacia dentro porque supo que ya no se iba a tirar al suelo para revolcarse en la alfombra de la habitación o en lugares públicos haciéndose la pequeña como acostumbraba, desde que nació su hermana era la primera vez que no lo hacía, y sabía que no lo haría más, darse cuenta de esto le hizo sentirse fuerte.

Elmo, indiferente a todo, era feliz en su sillita; con su tez morena y ese aire selvático heredado de su padre, parecía un personaje recién salido de El libro de la selva, pero hasta él prestó atención para escuchar a Itzíar.

Ella comenzó a hablar con voz ronca, algo cambiante, voz de adolescente, y se notó extraña, su voz ya no iba tan rápida y aunque algunas veces se equivocaba, todos escuchaban magnetizados. Mientras duró su charla, quedó callada la tormenta. Elmo, hipnotizado, ya no dejaba de mirarla. Los animales vivos se acercaron para ser mansamente acariciados por las niñas que les susurraban palabras de cariño rascándoles el pelo o el plumaje para tranquilizarlos.

Itzíar no había dejado de hablarles, pero ahora era Elenita quien sujetaba la linterna de puntillas para parecer más mayor. Las palabras salían pausadamente por su boca, vocalizaba como en clase de interpretación, tal como le había dicho su “seño” preparando una obrita de teatro. Y ahora estaba allí, de pie, tensa, pero segura de sí misma, en medio del diluvio que estaba cayendo y rodeada de amigas que confiaban en ella. Cuando terminó de hablar, se desprendió el imán invisible que parecía atenazarlas, se hizo un corto silencio, roto sólo por la tempestad de granizo.

Todas oían su propia respiración y escuchaban el granizo contra el cristal como si un millón de pájaros picotearan en la ventana. Las niñas dejaron de hacer la estatua y, como movidas por un resorte, tras un trueno larguísimo y una explosión multicolor de relámpagos, corrieron a asomarse por la ventana de la pequeña habitación para tratar de ver la tormenta y medir hasta qué nivel llegaba el agua y cuánto había avanzado la noche y la fantasmagórica iluminación natural por la pequeña ciudad. Aravaca era un conglomerado de casas bañadas de purpurina pintadas sobre un cuento troquelado, que parecían moverse por efecto de la lluvia y los relámpagos.

Todas retrocedieron con gran preocupación y angustia. Las niñas no eran conscientes de estar viviendo una gran aventura, la ingenuidad más pura se respiraba dentro de aquella habitación. Pero había algo indefinible en el aire empotrado entre aquellas cuatro paredes, algo que en su interior les hacía sentirse heroínas.

Era el momento de mayor peligro, había signos de posible inundación en la estación, en la calle Valtravieso, en la avenida del Talgo y en todo el pueblo, era ese momento en el que el riesgo es mayor, en el que los ojos se quedan en éxtasis y sólo una casualidad puede salvarlo todo. Nuevamente volvieron a acordarse de sus padres. El ambiente dentro de la habitación se hizo opresivo, todas estaban sofocadas por la espera, el cansancio se acurrucaba en sus caras, pero también una vivísima claridad se iba abriendo paso dentro de sus ojos.

Sólo con mirarse entre ellas parecían estar todas de acuerdo, tanto si conseguían sobrevivir como si no a aquel diluvio, ya se sentían mayores.

 

Rober desplegaba el periódico con tanta maestría, que no rozaba ni la mesa-baúl ni el sofá donde estaba sentado. La película china reposaba dentro del vídeo y cuando Espe llegó ya estaba todo preparado. Rober la miró con detenimiento según se acercaba y quizá por sufrir un golpe de cansancio estrésico, un resbalón visual, creyó por un momento que su mujer se movía a cámara lenta, y es que de noche, a partir de ciertas horas, creemos que el reloj va más despacio, que la vida transcurre más lenta y que se para con el sueño hasta el día siguiente. Un resplandor seco iluminó la cara de Espe. Sonrió con un gesto espontáneo que a Rober le recordó la sonrisa que Elenita había heredado de ella. Se acomodaron uno al lado del otro, él cerró el periódico y sirvió la sopa.

Fuera la tormenta arreciaba con fuerza, el viento empujaba el toldo contra los cristales como queriendo entrar; entre trueno y trueno, la casa estaba extrañamente silenciosa. Las niñas ya estarían dormidas, así que después de cenar pensaban aprovechar para ver la película china. Así lo hicieron, Rober extendió la manta que sobrevoló las rodillas y así, calentitos, encendieron el vídeo y comenzó la película.

La primera llamada se produjo un cuarto de hora más tarde. Pepe Navarro sostenía el teléfono como una liana enredada en su cuerpo erecto. Estaba junto a la mesita del salón sin parar de moverse, sus palabras salían veloces por su boca y sonaban como cuchillos lanzados al interior de la tormenta a través del hilo telefónico. Mercedes, angustiada, le zarandeaba sin conseguir moverle.

El manuscrito de Tarzán, escrito por él mismo a lo largo de toda su vida, se le cayó de las manos y fue a caer sobre la alfombra, donde quedó con las hojas abiertas como tiendas de campaña.

El aullido de la tormenta enfurecida se confundía con el bramido triste de los trenes al pasar por la estación anegada por la lluvia. Se había extendido un raro olor a selva, como si muchos animales hubiesen decidido encontrarse en algún sitio.

Rober tapó con una mano el auricular y lo apartó de su oreja, sus ojos intranquilos alertaron a Espe, que paró la película.

-¿Las niñas han estado jugando con Carmen y Elmo en el patio? -preguntó Rober.

-Pues no lo sé porque hoy han bajado solas y luego tampoco me han dicho con quién han estado y yo no les he preguntado, tenía una jaqueca muy fuerte. ¿Por qué?, ¿qué pasa?.

-Elmo no está en su cuna, ni Carmen en su cama.

Como si fueran dos agujeros negros, los ojos de Espe absorbieron la luz de los relámpagos reflejados en la cara de su marido.

-Pepe, cuelgo y te llamo ya mismo con lo que sepamos.

Un diluvio de llamadas sonó a continuación en sintonía perfecta con la lluvia y con los resplandores que palpitaban en la ventana acristalada que daba a la gran terraza. Los padres de Lucía, de Bárbara, de Ana Vila, de Irene Alba… Todos querían saber.

Sin esperar a más, Espe saltó por encima del sofá y en su veloz carrera por el pasillo hacia las habitaciones pareció llevarse la luz con ella, detrás todo iba quedando a oscuras para su marido que la seguía. Ni siquiera respiró para abrir la puerta del cuarto de las niñas y, si no llega a cogerla Rober, se hubiera caído. Él dejo a su mujer sentada en la alfombra, apoyada contra la pared y sus ojos brillantes del color de las dunas, recorrieron la habitación como en un travelling.

Espe contaba luego a todos aquellos familiares y amigos que no conocían la historia su visión de diez segundos. Nunca en su vida había visto abiertas bocas tan grandes, que, con paladares tan granados y con tantas decenas de dientecillos perfectamente alineados, parecían ensayar el conjuro de una enorme sonrisa.

Contaba también cómo al desbrozar más tarde su recuerdo, descubrió que todos los animales tenían las orejas enhiestas y móviles, y aseguraba, y juraba, y perjuraba, e insistía en ello con gran vehemencia, que hasta los peluches habían estirado las orejas, les brillaban los ojos de pizarra y tenían cómicamente abierta su boca de trapo.

Por Felipe Iglesias Serrano

Ilustraciones: Roberto Mª Zamalloa

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