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CARTAS PARA UNA EXPOSICIÓN

CARTA A EMILY DICKINSON

Querida María:

No sé por dónde empezar, es todo tan inverosímil, te puede parecer tan fantástico que mejor será que empiece por el principio.

AMo Ruiz Administrador fincaas

Hace unos meses recibí una misiva muy escueta de Fernando en la que me hablaba de tu aislamiento voluntario en un valle de Lugo, en Pousadela, para preparar tu nueva exposición sobre tres mujeres extraordinarias, una de ellas la poetisa americana Emily Dickinson. Al saberlo no pude evitar sentir un sobresalto y un cierto temor al recordar unos hechos que enseguida te voy a relatar, aunque no contaba con hacerlo hasta más allá de mi muerte y, de hecho, escrito ha quedado, certificado, sellado y firmado por testigos voluntarios, escogidos entre amigos, familiares. El propio Fernando puede darte fe de ello, como uno de los firmantes.

Recordarás que, siendo tú jovencita todavía, frecuentaba yo con cierta asiduidad la casa de tu tía, la pintora Nieves Corella, en Bilbao. Asistía con mucho agrado a las reuniones informales que organizaba un día a la semana en uno de los salones de su casa, el saloncito que ella llamaba “de los amigos” pues el otro, más clásico, lo utilizaba para los conocidos y los compradores de cuadros. Yo os había conocido en “la isla”, donde acudíamos aficionados y artistas a pintar. Todos deseábamos pintar tu rostro, sobre todo tus ojos de agua. A mí enseguida me gustaron la sobriedad y elegancia de tu tía, una mujer morena, de pelo rizado y de ojos oscuros. Por el motivo que fuera, rápidamente hicimos amistad. Ella se fijó en mí, no por mi aspecto, siempre desaliñado, sino porque le gustaba cómo hablaba y, sobre todo, que hablaba poco, por eso me invitó a sus reuniones.

El saloncito era muy agradable, decorado con cuadros suyos y de otros pintores, un magnífico espejo de alta costura y un retrato tuyo de niña con el pelo largo, llevándote un collar de bolitas a la boca. Tú y tu amiga Mamen os sentabais por el suelo, en cojines o sobre alguna manta. Los mayores charlábamos paseando por la estancia o sentados en alguno de los sofás. Había una mesa “de quitar y poner”, según la necesidad, y muchos libros entre los que escoger para nuestros debates. Si era invierno, se encendía la chimenea abierta francesa, lo que hacía que nos acalorásemos más en las discusiones de filosofía, historia, poesía o arte en general.

No recuerdo bien cuándo empezó a frecuentar aquellas reuniones una joven delgada que nunca se desprendía de su chal de malla azul. Tenía unos ojos inteligentes y muy vivos, dos ondas de pelo rojizo apenas visible bajo su pequeño sombrerito y una especie de velo blanco que le cubría parte de la cara y que a duras penas permitía adivinar sus rasgos. Además, inclinaba ligeramente la cabeza al hablar, lo que hacía prácticamente imposible ver su rostro. Sólo una vez, debido a que yo no dejaba de mirarla, atraído por su extraña figura y su comportamiento en extremo tímido, pude verla al levantarse el velo durante una fracción de segundo, pero ya no pude olvidarme de aquella faz pálida, singular y muy sugerente. En alguna ocasión le pregunté el nombre de la joven a tu tía, pero ni siquiera recordaba haberla invitado, pensaba que venía con alguien conocido, eso no importaba, lo que le interesaba eran las lecturas que hacía. La joven no participaba en los debates y discusiones y jamás tomaba nada, apenas se movía del sitio donde se sentaba y, cuando sobrevolaba un silencio más largo de lo habitual, ella abría el libro que siempre llevaba en las manos y nos deleitaba con algunos poemas exquisitos.

Su forma de leer era totalmente irresistible, pausaba la voz dando cadencia a los versos de los cortos y originales poemas que leía, mientras todo en su actitud indicaba que de un momento a otro iba a desvanecerse. Por eso yo, que me sentía particularmente emocionado, siempre procuraba sentarme cerca de ella y aguardaba el final de la lectura dispuesto a recibir su casi incorpórea figura, antes de que fuera a estrellarse contra el suelo. Pero aquello no llegó a suceder nunca, únicamente hacía una pausa, supongo que para respirar, aunque yo en ningún momento oí o sentí que lo hiciera, y reanudaba la lectura con una voz indesmayablemente bella, prolongando la palabra, el verso, hasta dejarnos a los demás sin respiración, a la espera. Después desaparecía sin que nos diéramos cuenta tan misteriosamente como había venido. Me daban ganas de salir tras ella y preguntarle hasta caer rendido, pero me lo impedía la timidez y mi anticuada educación.

Cuando me sentaba tan cerca de ella durante sus lecturas una cierta familiaridad, una sensación de haberla visto antes, incluso de haber estado antes con ella y me atrevo a decir que hasta de haber hablado con ella, me despertaba un cosquilleo en el estómago. Pensaba que si tan sólo pudiera rozar uno de sus dedos, lo sabría al instante. La pequeña vibración del roce impediría que me equivocara. El corazón no engaña y el mío me decía claramente que habíamos paseado juntos de la mano. Me preguntaba cómo podía ser eso, pero sus ojos en ese instante fugaz en que vi su cara… Yo conocía esos ojos. Quizá estaba volviéndome loco o tal vez no, tal vez era posible cambiar de dimensión o de universo por temporadas. Así fue cómo, después de una de aquellas reuniones en casa de tu tía, tomé la decisión de investigar aquel misterio.

Cuando llegué a casa un pálpito iba y venía por mi cuerpo con toda libertad, no había orden cerebral que lo sujetase. Me dirigí a mi pequeña biblioteca sin saber muy bien lo que iba a buscar, además pasaba de la medianoche, era tan tarde que, recordando mi debilitado estado físico, estuve a punto de dejarlo, pero el pálpito y la angustiosa necesidad de saber me empujaban contra los libros. Empecé a vaciar nerviosamente los estantes dejando los ejemplares amontonados sobre la mesa y las sillas de cualquier forma, abiertos como abanicos. Buscaba sólo poesía, no sé por qué, quizá porque era lo que leía ella, y buscaba también una foto, una evidencia. Ya había vaciado casi totalmente las estanterías, los libros estaban por todas partes, aislados o en torres caídas o a punto de caerse y yo me encontraba muy cansado aunque desesperadamente tranquilo, pese a la inutilidad de la búsqueda, seguramente parecía la viva imagen de la derrota. Ya estaba a punto de abandonar la estúpida idea de que éramos más que conocidos en otra parte, en otro tiempo, cuando una chispa dentro de mi cabeza acudió en mi ayuda y vino a recordarme que me gusta llevarme siempre a la mesita de noche un puñado de libros escogidos para releerlos hasta aprendérmelos de memoria, es algo que me hace mucho bien y calma mi espíritu inquieto. En dos segundos llegué a mi habitación, cogí con manos cuidadosas el puñado de libros y los fui pasando como si fueran cartas. Suspiré. La foto de la portada no le hacía justicia, parecía muy antigua, con un ligero desenfoque, pero era ella sin duda, la misma joven que acudía a las reuniones de tu tía Nieves. Pero ¿cómo era posible? El libro era una edición antigua que compré por capricho hacía ya varios años en una librería de viejo porque, a pesar de haber oído cosas muy buenas de la autora, no la conocía. Pagué un alto precio por él, lo que me había obligado a pasar de tres a dos comidas diarias durante un tiempo, debido a que no andaba yo muy sobrado de dinero en aquella época, pero es que los libros también me alimentaban, aunque mi cuerpo flacucho y mi cara chupada dijeran lo contrario.

Una idea me bullía en la cabeza y me descentraba. Si la foto del libro era de la conocida poetisa americana Emily Dickinson, que vivió allá por el año 1850, ¿quién era la joven a la que yo admiraba tanto, por cuya voz y forma de leer poesía bebía los vientos? ¿Sería verdad, como dicen, que todos tenemos un doble en alguna parte del mundo?

Estaba dispuesto a desentrañar aquel enigma como fuera, pero no aquella noche, no había comido nada y tampoco tenía hambre, me notaba febril y sentía que me llameaban los ojos. De pronto me invadió el cansancio y empujado por una suerte de fuerza invisible, caí en la cama como un fardo sin dejar de pensar en ello. Se me cerraron los ojos y, aun sin estar dormido del todo, me envolvió una especie de nebulosa que me transportó al mundo de los sueños. Flotaba sobre un campo de camelios, magnolios y otras plantas que no había visto nunca y no era capaz de reconocer. Iba cogido alegremente del brazo de ambas mujeres, a un lado la joven lectora de la casa de tu tía y al otro la Señorita Dickinson. Éramos felices levitando sobre el campo de flores con los pies descalzos, sin hablar, sólo nos mirábamos riéndonos. Yo sentía un exaltado vigor interior que me unía de alguna forma a aquellas dos jóvenes de idéntica cara.

Desperté sobresaltado y al mismo tiempo muy excitado. Me parecía que estaba a punto de descubrir, si indagaba lo suficiente, uno de los secretos más buscados por el ser humano, algo imposible de realizar, pero teóricamente posible: los viajes en el tiempo. Quién iba a pensar en comer con todo lo que tenía por hacer. Además, el hambre seguía ausente de mi organismo, asaltado por multitud de sensaciones nerviosas. De pronto recordé que en la Universidad yo ya había reflexionado con mis compañeros, James, Fani, Marisa, Samuel y, cómo no, con nuestra Profesora de Física Teórica, Valentina Finé, sobre la posibilidad de viajar en el tiempo. Tanto en clase como en nuestras improvisadas reuniones informales, contendíamos con tanto apasionamiento con el problema que, en un determinado momento vino a ocurrir lo impensable, nuestras mentes coincidieron en la misma sensación positiva de estar viviendo esa fantástica hazaña y todos experimentamos una brevísima pero intensa impresión de haber estado viajando por el universo temporal. Nunca volvimos a hablar del momento vivido tras esa sensación viajera que nos agotó y nos dejó extraordinariamente sobreexpuestos física y mentalmente a todos. Pero ese día yo quise ir un poco más allá y abordé a mi profesora Valentina en el pasillo, cuando ya nos habíamos separado para volver cada uno a su casa. Muy a regañadientes, pero confiando en mi absoluta discreción, ella me confesó que, a pesar de sus estudios y la asignatura que impartía, sentía devoción por lo trascendente, la filosofía, la teología, el arte: la fotografía, la pintura, la literatura…  Y no podía evitar tener una fe apasionada en la posibilidad de viajar en el tiempo aunque se lo ocultaba a todo el mundo porque no podía hablar en clase de algo que era físicamente indemostrable.

—Pues bien —me había dicho, —uno de mis libros de cabecera es El vagabundo de las estrellas, de Jack London. Trata de un hombre encerrado en la cárcel que consigue dejar de sentir las monumentales palizas que recibía al lograr, mediante inducción psíquica, separar su espíritu del cuerpo para realizar viajes astrales. Y yo creo que eso es muy factible.

Estos recuerdos terminaron de decidirme a visitar a mi antigua Profesora, pero antes rebusqué en mi pequeña biblioteca y estuve hojeando frenéticamente todos los artículos que, por afición, había ido recopilando sobre los viajes en el tiempo, los universos paralelos de H. Everett, el universo de Kurt Gödell, la teoría de Matt Visser, el cilindro rotatorio de Frank Tipler, los vórtices de Ronald Mallet, el dispositivo de cuerdas cósmicas de Richard Gott, etc. Todas eran teorías apasionantes, pero ninguna acababa de atraparme y cada vez estaba más convencido de que la clave de todo estaba en aquella clase y en lo que no llegó a decirnos la Profesora Finé.

Cuando la abordé al finalizar una de sus clases, iba acompañada de su amiga Isabel, Profesora de Arte Dramático, que, al verme avanzar hacia Valentina, retrocedió discretamente unos pasos y se quedó esperándola. Me sorprendió verla tan joven, como si por ella no hubiera pasado el tiempo. Su rostro irradiaba una pacífica dulzura y sus ojos, como estanques de agua mansa, infundían serenidad en quien la miraba. Así fue, de hecho, en mi caso, todas las ansias y deseos de saber que yo llevaba quedaron en suspenso por el hechizo de esta mujer. Recobré la conciencia a tiempo para hablarle, cuando ya se disponía a marcharse:

—¡Profesora! ¿No me recuerda? Fui alumno suyo hace siete años.

Valentina Finé me miró fijamente y preguntó mi nombre. Al oírlo, una ráfaga de melancolía tiñó sus ojos y su mirada se oscureció brevemente, entonces, sin darle tiempo a reaccionar, le expliqué brevemente el motivo de mi visita, le supliqué que me hiciera partícipe de lo que no nos había dicho en aquellas clases y, en un guiño de complicidad, le recordé que para los alumnos de aquellas atípicas clases ella siempre sería Valentina la exploradora. Me sonrió y, lejos de sorprenderse, tacharme de loco, o mandarme a tomar viento, me agarró suavemente del brazo y me llevó a un rincón apartado. Me habló de un método muy simple, tan simple como posible, que ella misma había intentado. Durante una corta estancia en Venecia, vivió en un hotel tan antiguo que todo el mobiliario, los pasillos, la habitación misma y los objetos que contenía, daban la impresión de pertenecer al siglo anterior. Mientras me hablaba yo la observaba un poco angustiado porque de improviso empezaron a dibujarse en su cara pequeñas arrugas y, por un instante, me pareció ver cómo su media melena castaña se plateaba. Durante un microsegundo pareció tener el doble de años, pero al siguiente su rostro resplandecía rejuvenecido y su delgado cuerpo se transparentaba hasta casi desaparecer. Era como si manejara mansamente el tiempo y yo, contemplando semejante transformación delante de mí, creí estar sufriendo alucinaciones. Trastornado, le rogué que me repitiera la última parte y le pregunté si ella creía haberse trasladado de verdad a otro espacio-tiempo:

—Sí. Hay que disociarse por completo del presente, apartar la vista de cualquier cosa u objeto que pudiera recordárnoslo. La luz debe ser muy tenue, exhausta a ser posible, y utilizar una grabación con nuestra propia voz sobre la fecha y el lugar al que se quiere viajar. El resto corre a cargo de nuestra cabeza, mediante auto-hipnosis. A su pregunta de si creo haber logrado algún resultado con mi prueba, he de decirle que, francamente, no estoy segura, pero creo que en algún momento sí creí estar realmente en otro lugar.

Mientras hablaba, parecía temer algún peligro desconocido, sus ojos se fueron hundiendo y perdiendo brillo, su carita antes juvenil, se volvió más madura. Después, el silencio que siguió devolvió la juventud perdida al rostro de la Profesora. Como si al hablar de ese experimento dimensional, el tiempo le hubiera extraído los años que parecía haberle regalado y, al silenciarlo de nuevo, su juventud y belleza hubieran vuelto a brillar con todo su esplendor. Tuve la impresión de que mi antigua Profesora no me lo había contado todo y que, de algún modo, científico o no, ella conocía el misterio del espacio-tiempo, de las dimensiones e incluso de los universos paralelos. Probablemente yo había perdido la razón, porque me invadió la certeza de que transitaba por ellos. Dándole las gracias me fui alejando de ella. Después de haber andado un trecho, sentí curiosidad y, al volverme, comprobé que ella no se había movido del mismo lugar donde habíamos hablado. Me pareció ver que esbozaba una sonrisa mientras me miraba y me hacía un gesto de despedida justo en el momento en que todo su cuerpo se aureolaba con un brillo mágico y se desvanecía ante mis ojos. Yo recuperé mi perplejidad y enseguida achaqué lo que había vivido al cansancio de mi cuerpo debilitado por el tiempo que llevaba sin probar bocado, pero no estaba dispuesto a pensar en comer hasta que tuviera preparado mi viaje.

Después de la agotadora investigación que había reemprendido, los centenares de fotos y papeles, libros y mapas acumulados bajo el cielo marrón del techo de mi cuarto parecían querer rebosar de las cuatro paredes. Se me escapaban intentando encontrar posturas propias y originales para iniciar un juego. Desanudé mentalmente mis dedos entumecidos que resbalaban sudorosos como el aceite entre todo aquel sinfín de datos. Expectante por confirmar mi descubrimiento, apresuré mis manos que querían moverse más lentas. Todo ardía en mi memoria, pero notaba que mi cuerpo acartonado había cobrado nueva vida. La cabeza confusa y el estómago encendido por la ansiedad me impedían disfrutar con los hechos que había descubierto. Mis ojos incendiados alumbraban los títulos y escudriñaban las portadas en las que invariablemente figuraba el mismo nombre escrito: Emily Dickinson. El reflejo, procedente sin duda de la lámpara, desveló la cara de una figurilla humana asomando por entre los pliegues levantados del edredón, se había filtrado por uno de los dibujos circulares de la tela y recitaba sus versos… Entonces me desvanecí. Cuando recuperé el conocimiento comprendí que, por fin, estaba preparado.

Unos días después alquilé una casa situada en un lugar que no voy a permitirme revelar, muy parecida a la casa donde vivió Emily y que por deseo de los dueños, unos románticos, estaba amueblada y decorada de tal forma que al entrar en ella se tenía la sensación de estar en mitad del siglo XIX. Sin más demora, provisto de una carpetilla atiborrada de datos y una grabación hecha por mí mismo, alquilé un coche y me dirigí hacia la casa. No me entretuve más de lo necesario en abrir con llave y buscar la habitación principal, rápidamente me tumbé en la cama y comencé a recitar las coordenadas de Amherst:

—42⁰ 21’ 49 N;  72⁰ 30’ 26’’ O —mientras me repetía a mí mismo que debía disociarme del presente.

Tenía que apartar de mi vista todo lo que pudiera recordarme el presente y no dejar de mencionar una y otra vez una fecha, un lugar y las coordenadas de la pequeña ciudad. Por momentos la luz del cuarto se volvía mortecina y lo envolvía con una lúgubre claridad blanca. Nada se movía. Exhausto, agotado, noté que todo se difuminaba y experimenté que mi consciencia iniciaba un viaje por el Universo.

Cuando abrí los ojos de nuevo, un niño de no más de nueve o diez años reía sin parar al verme en aquella postura tan ridícula, a cuatro patas, como si estuviera masticando hierba. Me puse de pie tambaleándome y eché un vistazo.

—¡Lo conseguí! —grité.

Amherst era lo más parecido a un decorado de Gil Parrondo. La desorientación y el estado de euforia que sufría me impedían ver y pensar con claridad y opté por preguntarle al niño, inamovible, por Hamestead, la casa de ladrillo rojo de la familia Dickinson. El niño, sin hablar ni dejar de reír, señaló allí mismo, detrás de unos hermosos setos, la casa por la que preguntaba.

No sabía de cuánto tiempo disponía ni cuáles serían los efectos secundarios del experimento, así que me apresuré a sacar un pequeño cuaderno y un lápiz de mi bolsillo y, al mismo tiempo que me sentaba sobre la hierba de aquel bosquecillo, le pedí al niño que hiciera lo mismo, pensando que no encontraría a nadie mejor para llevarle la nota. El niño se sentó sin dejar de observarme mientras yo escribía las palabras posiblemente más importantes de mi vida.

Señorita Dickinson:

No sé de cuánto tiempo dispongo para decirle todo lo que deseo, por lo que le ruego que me disculpe si voy directamente al grano. No sabe usted quién soy y yo no sé si nos hemos conocido en otro tiempo distinto al presente, pero le suplico que no me tache usted de loco si le digo que la amo y que amo su poesía. Amo su intensa vida interior y su inteligencia. Nada desearía más en este momento que estar perdido, solo con usted, en el vasto Universo, donde nadie nos conociera, en algún sitio sin gente ni calles. Querida Señorita Dickinson, no sabe usted todo lo que he pasado, despertar y estar ardiendo, correr sin parar hasta donde todo signo humano desaparece oyendo su voz todo el tiempo, en todas las mujeres, todas con su voz, la misma voz que la lectora de poemas en la casa de Nieves, que desapareció un día sin dejar rastro. He hablado con usted a todas horas, aunque estuviera solo, teníamos largas conversaciones y usted me contestaba. Nunca he podido volver a imaginarme con nadie que no fuera usted. Pero un día, de pronto, todo se detuvo, ya no podía oír su voz. Intenté volver a hablarle, pero fue inútil. Era como si un agujero negro me hubiera desgarrado por dentro. Apenas recuerdo lo que siguió, me quedé muy aislado y no he conseguido recuperarme.

Ahora que la he encontrado tengo miedo. Temo que nos separemos de nuevo, temo enfrentarme a ese miedo, temo no poder volverla a ver en ningún otro tiempo de los mundos posibles. La quiero Señorita Emily. He desperdiciado cientos y cientos de besos con otras personas porque nunca pude estar realmente con usted. Me siento avergonzado, desde que la besé con los ojos cerrados en mis sueños abrigo el deseo insensato de volver a ver y besar su cara.

         No se sorprenda si parafraseo y contradigo sus palabras aunque se pregunte cómo las conozco, porque me tiembla todo el cuerpo por el anhelo de mirarla y dispongo de tan poco tiempo… No es usted pequeña ni su pelo es crespo ni sus ojos son como un jerez olvidado. Al mirar su retrato, me arden las manos como zarcillos huérfanos de otras manos que me alcanzan y descorren con sus dedos el velo de mis ojos en la penumbra de su cuarto, y entre sus dedos me dejan ver esos ojos castaños que queman los míos con su fuego templado. Imagino que contenemos los labios y nos estamos así, abrazados y quietos, apurando todo el tiempo que el Universo nos quiera conceder. Tiempo de silencio ardiente, de labios encendidos por el eco de antiguos besos dilatados de deseo. Labios furiosos que escapan por su puerta hasta el jardín y más allá, hasta el bosquecillo donde ahora me encuentro, para volver perpetuamente al mismo sitio, a su casa, a su cuarto, donde usted pasa días enteros sin escribirme ni hablarme.

A veces sueño que en medio de la tempestad pasional concedemos un instante a la calma y nos besamos furtivamente, queriendo y no queriendo. Otras veces nos rozamos sin mirarnos al cruzarnos en la entrada o al pasar por la salita de reuniones, usted buscando un libro de lectura, yo buscando su mirada. Entonces le robo un leve escarceo y dejamos que nuestros dedos se turben un segundo que dura mil años.

         Mil años o más es el tiempo en que creo sentir sus manos enredadas en mi cara sosteniendo como una ola alzada mi lágrima.

         Señorita Emily, Emily… soy el mismo que se desmorona todas las noches sobre la cama, con un poco de fruta haciendo noche en el estómago, que a esa hora destila un profundo vacío emocional, el ahogo misterioso que me produce ver y tocar tu retrato. No he cambiado esa costumbre desde que te conozco, te sueño a mi lado y alargo la mano hasta el lado vacío de la cama, espero a que te duermas para invadir tu lado íntimo, ése donde habitan tus zapatillas descolocadas, tu ropa interior diseminada entre tus joyeros de madera y, de pie sobre la almohada, un libro que parece querer trepar por el espejo de la cómoda. Intento leer en tus ojos cerrados pero sólo encuentro tinieblas. Trato de arrebatarte el libro que dormita en tus manos y en tu inercia, entre gemidos, me opones resistencia, como si en tu sueño alguien quisiera arrojar fuera a los protagonistas y depositarlos en la mesita, al lado de los otros libros, junto a la lámpara, cuya esfera opaca irradia su habitual luz turbia que ensucia parte del cuarto solitario. Hablo solo mientras duermes, te susurro esas tonterías que no me atrevo a decirte despierta, se me inunda la voz y un oleaje de saliva me ahoga. En tu sueño rumias algo sobre tus cartas y poemas y escucho que la palabra “notas” se escabulle de tu boca varias veces, en tanto tú no te sueltas de tu almohada ya plana de tan vieja.

         Plana es mi vida sin ti, la agenda dolorida de mis huesos apenas me deja fuerzas para romper la tranquila ingravidez de la casa vacía. Te sueño en los desayunos, estás sentada en tu silla de tijera, empujo la puerta de la cocina y me acerco para besarte. Tus ojos bajos derriten el suelo sin dejar de hablarme. ¡Pareces tan cómicamente pequeña con esas ondas rojizas de tu pelo que no sé por dónde empezar a abrazarte sin cometer alguna torpeza! Rebusco y me desangro la lengua en busca de palabras, de la palabra, y sólo me brota una y mil veces repetir los “te quiero”, al retrato, pero también a ti, de carne y hueso. Resplandeces como si te hubieran pintado la cara con un lápiz amarillo. Estás pavorosamente atractiva, pero no te lo digo. Doy vueltas en torno a ti multiplicando palabras y gestos sin mucho sentido. Es tanta mi devoción que me da miedo. Pero sin miedo me arrodillo teatralmente, tal vez esperando que reclines el palo del cepillo de la doncella sobre mi hombro y me nombres tu caballero. ¡Qué me importa si me crujen los meniscos y se dispara el dolor de mis rótulas por ese mal de huesos que arrastro desde hace años!

         Hace años que quiero arrodillarme para decir “te quiero”, gorjear las palabras en el aire muerto del cuarto, junto a la ventana, a la vista de tu retrato, sin darte la mano, sin disculpas por parte de ninguno.

         Quiero estar siempre mirándote, en foto o en persona, a despecho de las paredes dimensionales que nos separen, las puertas a otros mundos, los pasillos universales. Nada es infinito, ni los enfados. Nos escrutamos los ojos como niños, como novios, como si no nos conociéramos…

         Te recuerdo Emily, durante este segundo eterno, que dura ya un millón de años, en que estoy aquí cerca de tu casa, tan próximo a ti…

Al llegar a este punto, sentí una punzada terrible que me atravesó todo el cuerpo, mis fuerzas me abandonaron, el lápiz se me cayó al suelo y el papel llevaba el mismo camino, pero el muchachito lo sostuvo y me sostuvo como pudo con su pequeño cuerpo. Arrodillado y respirando con grave dificultad, acerté a decir unas pocas palabras ilustradas con gestos al muchacho, que era todo oídos. Le supliqué, por mi vida y por mi cuerpo, por momentos translúcido, que llevara mi nota lo antes posible a la casa que me había señalado y que la entregara personalmente en mano a la Señorita Emily Dickinson. El muchachito, al ver que estaba desapareciendo, me miró con su rostro bañado en lágrimas, se abrazó a mí como si abrazara a su hermano más querido y corrió hacia la casa. Esperé y vi cómo se abría la puerta para dejarle entrar. A los pocos minutos salió con la Señorita Emily, que llevaba mi papel en la mano. Miraba hacia donde señalaba el muchacho y en todas direcciones sin lograr verme, pero yo sí pude oírla cuando habló mirando al bosquecillo, al cielo, al aire, a la nada…

—El hombre de mis sueños se ha esfumado. El hombre con quien toda mujer sueña en su intimidad más profunda. El hombre que yo misma había creado en mi mente. Cuando casi podía verlo ante mí. Hubiera querido decirle: “Perdóname, no conocía este sentimiento, toda mi vida he vivido sin él, no es de extrañar que no te reconociera, eres el primero que lo has despertado en mí. Ojalá encontrara alguna manera de decirte cuánta dulzura has aportado a mi vida. Te amo”.

Ya conoces la historia completa, parte por Fernando y el resto te lo acabo de contar. Ahora entenderás mejor por qué estoy atado a una silla de ruedas y mi salud es y será tan precaria el resto de mis días. Pero puedes estar segura de una cosa María, volvería a repetir la experiencia una y mil veces más, aunque me dejara la vida en ello, incluso el alma si fuera preciso.

Ya nunca podré saber si la muchacha lectora de las reuniones de la casa de tu tía Nieves podría ser la misma persona. ¿A ti no te resulta muy extraño que la propia Emily se encerrara voluntariamente en su propia casa, con alguna esporádica salida al jardín a partir de los treinta años? ¿Hallaría alguna puerta temporal? ¿Descubriría tal vez un modo secreto de diluir su cuerpo y atravesar las dimensiones conocidas?´

Sólo hay una persona hoy, ahora, capaz de contestar a todas estas preguntas. ¿Te la imaginas? Sí, Valentina Finé.

Un beso y un abrazo con las pocas fuerzas de que dispongo.

Es Felipe

Felipe Iglesias Serrano.

 

·NOTAS SOBRE EMILY DICKINSON·

Llevaban casi una década de correspondencia cuando Higginson[i][1] hace una primera visita- habría otra años después- a Dickinson en el Homestead de Amherst. Traducimos un fragmento significativo de la carta que envía a su esposa- corre el año 1879- relatando su experiencia. Los detalles e impresiones que contienen ilustran con mayor inmediatez el ambiente de la casa familiar y la singularidad de nuestra autora.

Se oyeron en el vestíbulo pasos rápidos como los de un niño, y entró suavemente una mujer menuda y sencilla, con el rostro encuadrado por dos graciosas ondas de pelo rojizo… Vestía un traje de piqué blanco muy simple y de exquisita limpieza y un chal de malla azul. Se acerco a mí llevando dos lirios, que con ademan infantil me puso en la mano, diciendo en voz baja y casi sin aliento: “Éstos son los que me presentan”. Y añadió en un susurro: “Perdóneme si estoy asustada; nunca veo forasteros y apenas sé lo que me digo”. Pero lo cierto es que no tardó en charlar y lo hizo luego ininterrumpidamente.

Pero también su forma de expresar su agradecimiento por la visita es revelador de su relación con el lenguaje y con el mundo: “La gratitud es el único secreto que no puede revelarse por si solo”. En efecto, exige la presencia esa presencia que ella tiende a evitar.

Amalia Rodríguez Monroy, Antología bilingüe, Alianza Editorial.

[1] Thomas Wentworth Higginson (1823-1911), pastor de la Iglesia Unitaria, escritor, abolicionista y soldado, es recordado especialmente por la correspondencia que mantuvo con Emily Dickinson de la que fue mentor literario.

[i]

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